Amigos: el medio justifica el fin.
Alguna vez fui alumno de este importante y querido centro educativo; alguna vez, hace mucho, fatigué sus aulas y harté de preguntas imprecisas a los pacientes profesores. Hoy quiero escribir sobre mi experiencia en esta institución. Que yo sepa, nadie me lo exige; existe este espacio para hacerlo y lo uso para una causa que considero benéfica: apoyado en mi experiencia, quiero persuadir a todos aquellos que dudan en terminar el secundario de no entrar en los recurrentes e intrincados laberintos del “no puedo…”. Pero para resultar más convincente en mis argumentos, es necesario que confiese cómo fue que yo terminé el secundario sin antes dejarme vencer por los argumentos derrotistas que me persuadían de abandonarlo. Solo hacia el final del texto comprenderán mis razones. Solo hacia el final del secundario, seguro, ustedes tendrán las suyas.
Ingresé al Cens con más miedos que certezas tranquilizadoras. Me acuerdo que el primer día de clases estaba en el comedor junto con todos los aspirantes. Muchas personas que con el tiempo iba a conocer profundamente, ya que muchos de ellos fueron mis compañeros y compañeras de los tres años que pasé aquí, estudiando y divirtiéndome (en ese orden). Ese día, asustado como es normal por lo desconocido, lo nuevo, miraba para todos lados y quería salir corriendo, abandonar el lugar lo antes posible. Pensaba que no me iba a poder adaptar, que era grande para estudiar, que tenía que trabajar y que me iba a ser imposible coordinar todas las obligaciones de la semana con los estudios. Miles de argumentos, buenísimos todos, para tirar la toalla. Esa situación confusa me fue exigiendo reafirmar mis objetivos y contestar preguntas que hasta entonces no me había hecho sinceramente, como por ejemplo: ¿para qué y porqué quería terminar el secundario? Aunque parezca sencilla, la cuestión no era fácil de contestar, pues la pregunta de fondo era si terminar el secundario había sido una decisión mía o significaba un mandato social, digamos, una obligación burocrática- algo que además me molestaba pensar así ya que terminarlo implicaba una inverificable promesa: mejor futuro laboral- o, por el contrario, era un medio para otro fin más importante que el sólo deber social de terminarlo. Con el tiempo, luego de un hecho que contaré más adelante, la respuesta me fue revelada: obtener el título era un medio, no un fin. En realidad nunca podía ser un fin en sí mismo, sostuve, ya que cualquiera fuera el motivo que me empujaba a terminarlo, por más abstracto que fuera, por ejemplo la satisfacción personal de haberlo hecho, funcionaba como medio; es decir, en éste caso, terminarlo era un medio para obtener otro fin: el goce de haberlo terminado. Mi fin era la satisfacción personal, me lo debía, pero también era medio para poder ingresar a la Universidad de Buenos Aires, a la Facultad de Filosofía y Letras.
A la facultad había ido mientras cursaba mi segundo año aquí. Fui para acompañar a un amigo que quería anotarse en el CBC (ciclo básico común, un curso de un año obligatorio para ingresar a la UBA). En aquella oportunidad entré y vi gente eufórica, grandes y chicos apasionados, discutiendo sobre ideas en un idioma que no comprendí, pero que sin embargo me dejaron una impresión intensa: la pasión por el saber. En aquel momento pensé: me gustaría estar aquí con ellos, en esta especie de país. Y fue ahí, cuando pensé la palabra“país”, que imaginé un pasaporte, requisito formal para poder viajar a ciertos lugares. Entonces deduje: si quiero entrar a este “país” es necesario que gestione el pasaporte. Fue ahí cuando creí justificar lo que estaba haciendo aquí: tramitar una suerte de pasaporte, un título secundario que me permitiría viajar a el lugar que yo quería ir, ya sea la universidad (como fue en mi caso) u otra institución educativa que tenga al título como requisito excluyente. Sin embargo, me pareció que la analogía que estaba haciendo entre título secundario y pasaporte era fría, burocrática; como si estar aquí tres años fuese lo mismo que estar haciendo una cola en una embajada para retirar la documentación de viaje . Estaba siendo injusto, ya que aquí iba a tener relaciones humanas y era importante estudiar, formarme social e intelectualmente. En fin: prepararme. Por lo tanto extremé más el símil: para ir a ese “país” me hace falta, además de los papeles en regla (el título), hablar su idioma; esto significaba que si quería comunicarme con la gente del país al que tenía pensado ir tenía que comprender la lengua que hablaban, en la cual estaba codificada toda su cultura. Y este proceso de aprendizaje, esa lengua desconocida y fundamental, se aprendía en este centro educativo: el Cens 44. Este es el medio que justica el fin.
Finalmente me cerró la analogía que estaba intentando establecer entre país y universidad o pasaporte y título secundario, y continué los estudios; pero sin sentir la frialdad y el aburrimiento del burócrata que espera en la cola su turno, sino con la pasión de quien está dispuesto a viajar a otro lugar y con la misma felicidad estudia y aprende la lengua y la cultura de ese país. Para cuando llegue el momento de conocerlo sea una experiencia más intensa e interesante.
Quiero decir con esto: que aprovechen estos años aquí; que estudien lo más que puedan, todo, por más tedioso que sea, ya que les va a servir para comunicarse después (aunque sea con los extraterrestres). El título secundario siempre es un medio, nunca un fin, tengan en claro eso. Un medio para poder conocer otros lugares, otra gente, otro idioma…en fin, otro mundo. Estudiar acaso sea eso: cambiar de mundo.
Leonardo